lunes, 20 de enero de 2014

Los borrachos del alba


Deberían de ser casi las ocho de la mañana la primera vez que escuchamos una voz pastosa que explicaba que la vista de Barcelona desde aquel mirador del Turó de la Rovira era espectacular. Y deberían ser los ocho y cuarto la primera vez que los vimos. El hombre se tambaleaba e intentaba rodear el hombro de la chica extranjera, bastante más joven y que parecía rehuir el contacto. Aunque, quizás, huía del aliento etílico que nos llegaba también a nosotros, incluso en la distancia.

Durante veinte minutos nos olvidamos de la pareja y nos concentramos de nuevo en los cálculos de velocidades y exposiciones, en las luces de la ciudad, en la inminente salida del sol. Pero como el tiempo parecía no acompañar y las probabilidades de un amanecer despejado eran pocas, volvimos a centrar nuestra atención en la pareja.

La chica se había encaramado al muro que rodeaba el antiguo bastión de artillería, ahora reconvertido en mirador, y contemplaba absorta la ciudad, mientras el hombre se esforzaba, de manera un tanto penosa, en llegar junto a ella. Al tercer intento, logró subirse al parapeto y con pasos vacilantes, de bebé que descubre el mundo por primera vez, logró acercarse a ella, rodearle los hombros con un brazo, atraerla hacia él y transmitirle un bamboleo etílico. Joder, como tropiecen les va a ir a buscar su madre, pensé mientras imaginaba la caída que debería ser de unos veinte metros.

—¡Este es mi regalo para ti! —dijo el chico, mientras con el brazo libre hacía un barrido de la ciudad, como si se la entregara a la muchacha. 

Y entonces él la beso. Un beso frío y dubitativo, mientras los brazos de ella colgaban junto al cuerpo, inertes. Un beso rápido de apenas unos segundos. La chica se bajó del muro y el hombre se quedó allí vacilante, en espera de que la orden de seguirla le llegara al cerebro.

La salida del sol, aunque bastante tamizada por un capa fina de nubes que aplanaba el encuadre, volvió a reclamarnos la atención y nos olvidamos de nuevo de la pareja.

El sonido es más rápido que el olor. Debió de transcurrir una media cuando nos llegó la voz cazallosa del hombre, precediendo al aroma del ron, que gritaba y nos señalaba.

—Estos que deben ser profesionales, que nos hagan estos la foto.

Y allí nos tienes, a las nueve menos cuarto de la mañana, fotografiando a la parejita.

—Menudos frikis, los hay que no tienen vida—añadió el vacileta borrachuzo a su colección de frases.

Y ya no pude contener la risa.